miércoles, 27 de abril de 2011

Santa Elena, la vieja querida, tiene miedo

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Por Jhon Fredy Vásquez
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La primera vez que estuve en Santa Elena, corregimiento de Medellín, hace unos doce años, quedé encantado con la belleza de sus parajes. Bosques espesos, prados pintorescos, senderos alucinantes que parecían dibujar historias de fantasía. Me parecía estar a veces en un cuento de los Hermanos Grimm.


Los paisajes conformados por bosque nativo, entremezclado con especies de coníferas, conformaban un ambiente excepcional para el placer de todos los sentidos. Sobre todo si se valora el silencio o se saben apreciar las armonías que el viento como una nota constante, atraviesa las ramas del pino Patula, que con el canto de las aves y el rumor del arrollo crean sinfonías de paz y de gozo.

Salir de las espesuras de la vereda para encontrarse con las casas de los campesinos que ordeñan sus vacas, siembran sus flores, cosechan sus papas; ser recibido con una taza de agua de panela caliente, para ahuyentar el efecto de la neblina; sentarse en un corredor de chambranas a escuchar historias de campesinos, son las escenas que perduran en mi memoria. De las veces que me atreví a escapar de la ciudad para visitar a Santa Elena “vieja querida”, como dice un músico amigo mío que vive en la vereda Mazo hace más de un año.

Lo bello de Santa Elena es más que sus bosques, su fauna y sus paisajes. Otro elemento valiosísimo de este corregimiento son sus habitantes. En especial su población campesina, que a pesar de vivir a una hora de Medellín conserva aún muchas de sus tradiciones: la elaboración de tapetusa (licor casero), las tertulias con música tradicional en vivo, el trueque y la construcción de silletas, actividad por la que son famosos.
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Esa es la cultura de los santaelenenses, gente aferrada a su tierra, que saca de ella su sustento. Generaciones que heredan la tierra y en torno al patrimonio familiar van construyendo pequeñas comunidades. Caseríos reconocidos por los apellidos que los habitan: los Atehortúa, los Londoño, los Grajales, los Sánchez, los Zapata; o como los Vásquez, que conformaron su vereda dentro del mismo Mazo y tienen su propia acción comunal.

Después de algunos meses he vuelto donde la “vieja querida”. Tras sobrevolar los bosques en el artificio paisa, el Metro Cable Arví, he aterrizado en Mazo. Más tarde, tras hacer un recorrido con personal especializado, por uno de los senderos turísticos, he conocido los nombres de las aves, las flores y hongos que conociera de antes y que se llamaban natura para mí.

Al llegar a los caseríos me sorprenden mensajes que antes no estaban allí: ¡Cuidado, perros bravos! ¡No pase, propiedad privada! ¡No arranque las flores! Los avisos me resultan extraños, impropios de Santa Elena, que siempre fue tan cordial. ¿Y la tranquilidad que se respiraba en cada una de sus veredas?

Para saber si la vieja Santa Elena aun era tan “querida”, me dispuse a entablar diálogo con algunos de sus habitantes.

En una esquina, al lado de un moderno parqueadero aún sin estrenar, vive Noralba Alzate, nativa de la vereda Mazo. En un costado de su propiedad, frente al parqueadero antes mencionado, ondea una pancarta que recita: “Porterías de Arví, “control” al visitante y atropello al habitante”.

Acompañada por un pacifico perro Chau Chau, sentada en el portón de su casa, Noralba saluda amablemente y me invita a pasar: “Entre pa’ que no se moje, mire que ya está empezando a llover”.

Al preguntarle sobre la pancarta y su contenido, Noralba inicia su historia:
“Desde que construyeron el Cable Arví, ya no hay tranquilidad. Viene cantidad de gente de Medellín, entran a los predios, se roban las flores. Pasan como Pedro por su casa; cuando uno les va a decir algo contestan que están en un parque y que tienen derecho a disfrutar de él”.
“Por eso la comunidad se organizó en la mesa de trabajo, para protestar y oponerse a este proyecto que nos ha traído tantos perjuicios”.
“Fíjese, parece que nos van a poner porterías a todas las veredas que pertenecemos al parque, dizque para controlar el acceso de los turistas, pero la comunidad no está de acuerdo con esto. Porque para entrar o salir de nuestras casa tendríamos que usar un carnet que nos identifique como habitantes de la zona. Y para ir a visitar algún pariente que tengamos en otra vereda tendremos que identificarnos o pagar como todo turista que entre al parque. Por eso lo de la pancarta”.
Luego de salir de la casa de Noralba, unos 200 metros mas adelante, pasé por la tienda de Chucho. Una mezcla de estadero y tienda de abarrotes. Es una contruccion moderna, con techo de paja.

Al preguntarle a Chucho por los cambios que se venían dando en su vereda, argumentó que para él esos cambios eran buenos, que mucha gente tenía trabajo ahora, contratados por el parque, como guías y cuidadores. Que la gente ponía problema por todo y que todos eso rumores de que los iban a sacar de sus casas para derrumbarlas eran cuentos infundados.

Le pregunté por qué la gente creía que iban a derrumbar sus propiedasdes y respondió: “Desde que derribaron la casa de la mutual y se armó ese “bololoy” entre la gente y la ley, que salió por las noticias y todo, todo mundo está con la idea de que van a demoler sus casas”.

Unos 15 minutos más adelante llegué a la casa de Luis Fernado Rodríguez, un hombre que ha vivido toda su vida en Santa Elena. Empezó por contarme cómo eran, según él, los buenso tiempos.
“Cuando hacíamos silletas tranquilos y bajabamos al desfile. Cuando no venía tanto turista a hacer daños y “coger lo ajeno”. Claro que hay gente que se gana sus pesitos cuando suben todos esos turistas pa’ ver cómo construimos las silletas. Porque hasta la entrada al baño se las cobran y se preguntan cómo se llama una flor, también”.
“Yo me retiré de eso hace muchos años, pero mi esposa y mi hija Milena sí le han sacado jugo a eso. Han viajado a Estados Unidos y se han ganado más de un premio. Por ahí parece que la nieta también como que le gusta ser silletera”.

Tras resistirse un rato a salir apareció Milena. Al principio un poco tímida, luego empezó a contarme de sus triunfos al lado de su madre y de lo orgullosa que se sentía de ser silletera. Me afirmó que nunca dejaría su tradición y empezó a mostrarme en un álbum de fotos las silletas con las que había ganado sus premios. Después me enseñó el nombre de algunas flores de su jardín: novios, besos, pensamientos… todo un poema de amor que emergía tras una sonrisa picarezca.

Luego de un rato me percaté de otra pancarta en su casa, con mensajes en contra del parque Arví.
“¡Noooo! eso son mis papás, yo no estoy ni a favor ni en contra. Esas cosas siempre vienen con el progreso”.
Después de tomarme el café que la hermana de Milena me ofreció, me despedí con nostalgia, la misma que me invade cuando tengo que dejar atrás a “la vieja querida” Santa Elena.

Pero esta vez llevo una carga extra encima. La angustia de saber si cuando vuelva, encontraré a otra Santa Elena, desarraigada, enajenada, perdida en la confusión del encuentro de dos culturas, la urbana y la rural.

La historia se repite. ¿La vieja Santa Elena habrá perdido su inocencia cuando vuelva? ¿Sus puertas no estarán abiertas como antes?

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