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Por Andrés Amariles Villegas
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Al suroeste de Antioquia, en uno de los extremos del mapa del departamento, está ubicado el municipio de Jardín. A diferencia de la mayoría de los pueblos, éste no se ha dejado arrastrar por la prometedora ilusión del progreso arquitectónico. El entorno, en sí mismo, es una preservación del pasado.
Las personas se han transformado, las costumbres han evolucionado, el mundo no ha dejado de moverse y, aún así, estar en Jardín es como contemplar la perpetuidad de un espacio sin tiempo, es vislumbrar un escenario estático donde los personajes van cambiando pero el lugar permanece anclado a la preservación y al recuerdo.
El 30 y 31 de octubre se llevó a cabo allí el Encuentro Departamental de Bandas “Maestro Luis Uribe Bueno” del festival “Antioquia Vive la Música”, que realiza la Dirección de Fomento a la Cultura de Antioquia. Desde el medio día, la plaza principal se vio inundada por músicos que se movían de allá para acá conociendo el lugar, bajando instrumentos, tomándose fotos o rencontrándose con viejos amigos.
El parque principal de Jardín está ubicado frente la iglesia de la Inmaculada Concepción, Basílica Menor. Está empedrado con piedras del río Tapartó y fue declarado monumento nacional en 1980. Tiene en su centro una fuente a la cual llegan los cinco senderos del parque, los cuales le proporcionan una forma pentagonal. Allí fue el punto de reunión de las bandas para la primera presentación que tenían que realizar el sábado en la tarde.
Acomodados en las bancas ubicadas en una de las aristas del parque estaban los integrantes de la banda sinfónica Manuel J. Posada, del municipio de Caldas. Entre ellos había personas desde los 14 años de edad, hasta los 48. Llevaban puestos camisetas azules y pantalones negros y cada uno cargaba el instrumento que le correspondía. Se veían ansiosos, pero seguros.
De repente, entre el alboroto y el tumulto, salió un hombre que, a primera vista, se diferenciaba de los demás. Llevaba puesta una camisa de fondo azul con cuadros verdes, pantalón de tela gris subido hasta la altura del ombligo y unos tenis negros, desgastados y viejos, pero limpios. En la mano derecha cargaba una grabadora gris y en la izquierda una pequeña tula negra.
“Ya llegó Reinaldo, qué pereza. Ahora quién se lo irá a aguantar”, gritó en tono de anuncio una de las muchachas de la banda. Reinaldo pasó cerca a ella sin hacerle caso y puso su “equipaje” detrás de una de las bancas. Se quedó mirando, atónito y sonriente, la cantidad de personas que en ese momento recorrían el perímetro de aquel polígono y se quedó, por un largo tiempo, callado, simplemente observando, respirando pausadamente y disfrutando de lo que era para él, al parecer, la mejor de las vistas.
“Yo a Reinaldo lo conozco desde hace unos 16 años más o menos. Cuando era pequeño me llevaban al municipio de El Retiro y a La Ceja a las retretas, que son conciertos que hacen las bandas para mostrarse al pueblo, y siempre veía que él estaba ahí. También lo veía cada vez que la banda de la Universidad de Antioquia tocaba en el parque Bolívar.
Él siempre llevaba una grabadora y unos cassettes para grabar todas las composiciones, en especial las de música colombiana. Desde entonces lo comencé a ver en todos los encuentros de bandas donde iba, en especial donde estuviera la banda de El Retiro ya que la música que más le gusta es el bambuco y ésta era, en sus tiempos, la que mejor los tocaba en Colombia”, decía Harold Daniel Hurtado, quien toca la tuba en la banda Manuel J. Posada, mientras ayudaba a organizar los instrumentos para la presentación que se acercaba.
Reinaldo había desaparecido por un momento. Luego volvió a la esquina donde había dejado sus pertenencias pero esta vez llevaba puesta una camiseta negra que decía “Antioquia, vive la música”. Se acercó a su tula para asegurarse que permanecía ahí. Luego dio un giro casi imperceptible y empezó a corretear por todo el parque. “A ver yo lo ayudo con eso”, “¿qué más tengo que hacer?”, “Pasemos esta cosita por acá, déjeme colaborar” pronunciaba aquel hombre mientras movía la cabeza afanado, de aquí para allá.
“Perro, calmate pues”, le gritó exasperado Luis Felipe Colorado, un joven de 19 años que toca la flauta traversa en la banda de Caldas. “A él le dicen “El perro” porque cuando seguía a los de la Universidad de Antioquia parecía una mascota detrás de ellos. Los perseguía, se les tiraba al lado y era siempre buscándolos. Sin embargo, yo creo que le deberían decir así por lo inquieto e intenso que es. No sé cómo hace o quién la traerá pero siempre, en cualquier concurso, aparece.
Estuvo en el Concurso Nacional en Paipa, en Anapoima y en Samaniego. A duras penas uno se logra conseguir los pasajes y mírelo, éste se aparece en todas partes, así como por arte de magia, y no deja hacer nada, quiere cargar los instrumentos, saludar cada cinco minutos, es realmente estresante”, contaba rápidamente Luis Felipe mientras se alejaba con una pronunciada sonrisa para saludar a una amiga que lo llamaba constantemente.
Mientras tanto, “El perro” se había sentado cerca a la fuente cargando esta vez su tula negra. Sacudía la cabeza lentamente de lado a lado y movía la boca con frecuencia. La tarde estaba comenzando a caer y uno de los faroles del parque alumbraba intensamente su cabeza, carente de pelo, y hacía que su piel se viera más oscura de lo normal. En ese instante se acercó Jhon Fernando Jaramillo, un joven de 19 años, moreno, delgado y alto. Llevaba puesta una camiseta blanca adornada con barras de varios colores y un gorro de lana rojo.
- ¿Qué tanto carga usted ahí en esa tula? le preguntó al taciturno espectador.
- ¿Yo? le respondió éste con una sorpresiva sonrisa. Mire le muestro…
Sacó de ella una gran cantidad de cassettes y comenzó, en un acto de memoria admirable, a recitar la banda, el género y las canciones que contenían cada cassette. Concretando, además, la hora, fecha y locación donde los grabó.
“Yo podría decir que “El perro” es el mayor melómano, en especial de la música colombiana. Cuando yo estudiaba música en la Universidad de Antioquia llegué a pensar que él vivía en la Facultad de Artes porque no había día que no lo viera ahí.
Uno de los rumores era que él tenía un lugar especial allá para vivir, mientras que otros decían que vivía en una pequeña habitación cerca al Parque Berrío y que la banda sinfónica de la universidad era quién cubría los gastos. Pero la vida de él es un misterio, nadie sabe ni cómo es su apellido, ni quién es su familia, ni cómo hace para llegar a estos certámenes.
“Lo que si me duele es que la gente se ría de él y lo llamen loco. Si bien él tiene su rayón, es una persona de admirar, un amante del arte. De hecho, Alfredo Mejía Vallejo compuso una obra titulada El perro, en honor a él y a su pasión por la música”, aclaraba Harold mientras limpiaba la tuba minutos antes de tocar.
“El perro” se veía más ansioso que los mismos integrantes de la banda de Caldas. Preparó la grabadora y verificó en varias ocasiones que si estuviera funcionando. Se acercó a Mayra Jaramillo, una mujer de 25 años, quien toca el clarinete en la banda y le dijo: “No se preocupen que ustedes este año van a ganar”.
“Él tiene un talento único que ha evolucionado con los años. Ama la música de verdad y al parecer su oído se ha desarrollado enormemente con el paso del tiempo. El año pasado, por ejemplo, nos aseguró que perderíamos contra la banda de La Unión en la final departamental de bandas porque, según él, la calidad de lo que ellos hicieron nos había superado sustancialmente. Nadie le creyó y para nuestra sorpresa sus pronósticos se cumplieron”, comentó con alegría Mayra después de escuchar la afirmación de “El perro”.
Finalmente, el momento llegó. La banda Manuel J. Posada subió al escenario y “El perro” se posicionó rápidamente al lado de la tarima. Puso la grabadora en “rec” y se sentó cruzando los pies. La primer obra que interpretaron fue Jericho, una obertura del compositor Bert Appermot. Reinaldo cerró los ojos con fuerza e inhaló por unos segundos.
Empezó a respirar fuertemente y comenzó a mover los dedos con rapidez. Su cuerpo se veía mover lentamente. Cada sonido que percibía parecía producir un efecto en su ser. Estaba temblando y se movía con frecuencia. Luego subió los pies y los rodeó con sus brazos. Movía la cabeza de arriba abajo y no hacía más que sonreír.
Algunas personas se concentraban tanto en él como en la banda pero para “El perro” no había distracciones. Existía una conexión que lo ataba a la tarima. Su mirada no se desvió en ningún segundo. Había una relación invisible pero indestructible entre él y quienes interpretaban la música.
Unos minutos después, antes de que la presentación finalizara, Reinaldo alzó las manos al aire y cerrando lentamente los ojos empezó a mover sus dedos índices. Cual director profesional, guió la última canción, con la mirada hacia su interior, observando sólo con el oído, creando, tal vez, un mundo ideal en su cabeza, sonriendo, en tranquilidad, en paz.
Al terminar, la banda fue aplaudida por varios segundos. Fue de las mejores presentaciones y todos bajaron satisfechos, anhelando un casi asegurado triunfo.
“¿Y dónde está “El perro? me aseguró que nos iría bien y miren que les encantamos”, preguntó Mayra minutos después de bajar, mientras lo buscaba ansiosa moviendo la cabeza en todas direcciones.
Las bandas estaban arreglándose para ir y no había ni rastro de Reinaldo. Su inquietante presencia se esfumó con la misma rapidez con la que apareció.
“No importa”, dijo Mayra mientras se retiraba con sus compañeros: “mañana seguramente lo volveremos a ver”.
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